El termómetro

Hablamos de ese aparato, por cierto útil para medir la temperatura en el cuerpo humano, e imprescindible en nuestro botiquín de viaje. Aunque conozco a mucha gente que con sólo ponerte la mano en la frente sabe perfectamente si tienes fiebre o no.

Esto sucedió en la frontera entre Nepal (Kodari) y el Tíbet ocupado (Zagmu), en plena propagación de esa gran pandemia que se nos avecinaba, llamada gripe A.

Avanzábamos con nuestros todoterreno tras unos cuantos días por las inmensas montañas del Himalaya y provenientes de la ciudad de Katmandú, con destino a Lhasa, ciudad que fue sede y residencia del Dalai Lama antes de partir para el exilio en la India. Ya, ya sé que hoy en día se puede llegar más cómodamente en tren, pero sigue gustándome más atravesar paisajes infinitos con sus, ríos, valles y pueblos, lentamente, tomando contacto con las gentes del lugar. ¡Y vaya que sí me gusta!

Tras muchos kilómetros por pistas llegamos a Sagú, puesto fronterizo con el Tíbet ocupado y donde un impoluto y soberbio policía chino nos detiene el vehículo, nos hace pasar a todos por un pasillo para comprobar uno a uno nuestra documentación y pasaportes. En ese grupo ya nos habíamos juntado más de una veintena de pasajeros con el mismo destino final, Lhasa.

Tras una larga espera, ejercitando el noble arte de rellenar formularios por cuadruplicado y estar sometido durante el proceso a miradas inquisitorias por parte del servicio de aduanas, y cuando teníamos ya en el pasaporte el ansiado sello que nos permitía el paso y creíamos que ya podíamos retornar a nuestros vehículos, nos indican que tenemos que pasar un nuevo control, en este caso sanitario.

Pues nada, nos colocan a todos en fila india (nunca he sabido por qué se le llama india a esa fila) en mitad de un largo pasillo, y nos tienen un buen rato sin que aparezca nadie, y ante el asombro nuestro, ya que no teníamos ni idea de qué es lo que nos esperaba, ni escáneres ni rayos ni nada que se le pareciese a la vista. Simplemente, al rato hizo acto de presencia un enfermero, lo digo porque llevaba bata blanca (aunque su carácter era clónico a sus compañeros uniformados del exterior), y en perfecto chino y tras una larga retahíla, con un tono parecido al de un padre que está largando una bronca a su hijo, nos vuelve a reordenar en perfecta formación, momento en el que aparece su compañero de fatigas, también con bata blanca y una bandeja con dos termómetros. De nuevo, ojos de expectación y comentarios en diversos idiomas, ya que allí había un crisol de nacionalidades. Poco a poco, y marcialmente, nos van colocando el termómetro en el sobaco, midiendo la fiebre de cada uno, además de apuntar una serie de datos en un formulario. Este método para detectar, además de fiebre no sé qué, se fue repitiendo de uno en uno sin ningún tipo de desinfección del termómetro. Hasta que llegó el turno de una viajera que sin pensárselo dos veces y en un acto reflejo, creo yo que de valentía, fue a introducirse directamente el mencionado artilugio en la boca, momento que saltamos algunos del grupo como si fuéramos jugadores de rugby y, en un perfecto placaje, frenamos la acción ante la cara de susto de la viajera. La cosa no llegó a mayores y acabó entre grandes carcajadas y cara atónita de nuestro enfermero chino. Y por fin nos pusimos rumbo a Lhasa

 

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